jueves, 12 de junio de 2014

El “mal gusto” de Jesús (I)

El texto de Romano Guardini que hoy ofrecemos a nuestros lectores recuerda a quien esto escribe unas palabras de Jack Tollers: «…la opción preferencial por los ricos no se halla en ninguna parte en el Evangelio. [Jesús] Tenía, sí, sus amigos con plata: José de Arimatea por caso, y el mismo Zaqueo. Pero su trato íntimo, sus preferencias, sus más queridos son los anawim, los peores de todos... Es lo que Straubinger llama "el mal gusto" de Jesús
Hay palabras cargadas de sentido negativo y una de ellas es «pueblo». Resulta difícil no asociarla al discurso populista, de la demagogia política y eclesial en sus  formas actuales. Sin embargo, no tenía este sentido para Dostoyevski, que encontraba en el pueblo un sujeto privilegiado para el ejercicio de la caridad, una manifestación de los predilectos del Señor.
Uno puede preguntarse si en sus circunstancias no hay personas semejantes a las que retratara Dostoyevski.

EL PUEBLO Y SU CAMINO HACIA LA SANTIDAD.

En Dostoyevski, el concepto de pueblo es la expresión profunda y auténtica de lo propiamente humano. El pueblo es la esfera primigenia de lo humano, esfera poderosa y venerable en que el hombre está arraigado. Mas al propio tiempo es el pueblo el hombre en su total desamparo, agobiado por el destino, explotado por los hábiles y avisados, oprimido por los poderosos. Pero precisamente por ello esa forma de lo humano que es el pueblo está cercana a las cosas eternas, está circuida por el amor protector, por el amor divino. Para Dostoyevski, lo mismo que para todos los grandes románticos, la palabra pueblo despierta resonancias de veneración, de doble anhelo, de piedad y de consuelo.
El pueblo está en íntima conexión con los elementos del ser, ha nacido con la tierra, está sobre ella, trabaja en ella y vive de ella. El pueblo está enlazado en la estructura misma de la naturaleza, sumergido en las ondas de la luz y del acontecer natural y siente tal vez, sin tener palabras para expresarlo, el todo en su unidad.
Es el pueblo, a pesar de sus miserias y de sus pecados, lo auténticamente humano y, a pesar de toda su bajeza, enjundioso y sano, porque tiene sus raíces en la estructura esencial del ser, en cambio el cultivado, el occidental que se aparta de esa vida profunda se convierte en un ente inconsistente, artificial y enfermo.
La sangre del hombre del pueblo está en su circulación abierta al torrente de la vida común en familia, de la vida de la comunidad y de la vida de la humanidad. El hombre del pueblo vive la totalidad de los sucesos del destino. No tiene ninguna posibilidad de sustraerse al sino, mas tampoco se siente impulsado a hacerlo. Su vida está así colmada de los hechos fundamentales del ser, de los simples acontecimientos cotidianos y de las sencillas alegrías y dolores. El pueblo es, de un modo directo y en ese su estar conforme consigo mismo, el hombre como tal. El pueblo no reflexiona ni se proyecta hacia afuera. Vive aferrado a sus raíces, aferrado al ser hacia adentro. No piensa ni siente de una manera abstracta, sino que lo hace valiéndose de imágenes y sucesos concretos. No sigue ninguna doctrina, sino que obra partiendo de la sustancia concreta, del ahora y del aquí. Sus instintos no han sido aún engañados, de suerte que posee un seguro sentido de dirección y de distinción. El vigor de su vista no ha sido aún destruido; en su vida se erige el símbolo y la visión puede llegar al pueblo y descubrirle el sentido del universo. Instruido por las calladas fuerzas creadoras, sabe y comprende.
De tal suerte vive el pueblo y en él el individuo vive la indestructible realidad del ser, al cual, empero, está entregado. Ha de sobrellevar, pues, el peso de la existencia, sólo que no se plantea la cuestión acerca de si tal carga se justifica. El hombre del pueblo admite la vida con todas sus penurias como algo dado; por lo demás no conoce las técnicas que le permitirían sustraerse a ellas. Simplemente las soporta y de ahí su grandeza.
El pueblo es un ente abandonado a sí mismo, fatigado y agobiado. Es posible que sea astuto, mas, sólo se trata en él de una astucia que se da dentro de ese ser del que se encuentra cautivo. Claro es que también se da el mal, y en gran medida, en el pueblo. En medio de la infantil e inocente alegría y de la bondad más acendrada puede surgir de pronto, cual rayo, un estallido de pasión que se convierte al punto en necia furia. Todas las malas pasiones, furor salvaje, perfidia, imprevisibles raptos de destrucción, crueldad sin límites, abandono a la vida licenciosa y al alcohol, corrupción, todas las fuerzas del mal pueden enseñorearse de él, mas con todo eso, sí, a pesar de eso, el pueblo es "bueno como los niños".
En el fondo, para Dostoyevski, lo mismo que para todo romántico, el pueblo es un ser de existencia mítica. Ese pueblo que Dostoyevski concibe está constituido por los hombres individuales de la vida diaria, pero detrás de ellos hay otra esfera a la que asimismo pertenecen, la esfera propia y primigenia de lo humano, y es por su inclusión en ella que los hombres adquieren el carácter de pueblo.
Y el pueblo así concebido está cerca de Dios.
En las observaciones preliminares de esta obra señalé que en el universo de Dostoyevski los hechos y elementos primarios del ser como la tierra y el sol, el mundo animal y el vegetal, la maternidad, la vida del niño, el dolor y la muerte, tenían relación con lo religioso. Y en efecto, están colmados de significación religiosa, pero en sí mismos constituyen además indicaciones de cómo lo creado se sumerge en Dios, indicaciones de la estrecha relación entre Éste y sus criaturas, de unión... Así pues, el pueblo, y en virtud de esa proximidad, está en cierto modo abierto a Dios. Está próximo a Dios, porque está asimismo abierto a los elementos fundamentales del ser y a ellos indisolublemente entretejido y entregado.
Expresémoslo de un modo aun más preciso: el sentimiento religioso del universo que posee el hombre de Occidente parece caracterizarse por el hecho de que ese hombre tiene conciencia de que Dios ha creado el mundo de un modo acabado y perfecto en sí mismo, de que lo ha creado enteramente en su libertad absoluta, de suerte que ese sentimiento queda informado por la acción religiosa de distancia entre el creador y la criatura. De tal modo, el hombre y el mundo aparecen, por decirlo así, creados a la distancia y hallarse sólo en la esfera de lo finito, pero, por eso mismo, tendiendo permanentemente hacia Dios en un afán de superar tal distancia. Aun cuando el hombre occidental conciba a Dios como inmanente en el mundo —sí, a pesar de todas las corrientes filosóficas monistas de Occidente— siempre parece persistir en él el sentido de que Dios, que habría creado su obra sin trascender de sí mismo, volviera a acercarse a ella desde la lejanía, volviera a penetrarla, a colmarla... En el universo de Dostoyevski, por el contrario, no parece verificarse ese sentimiento de una creación acabada, conclusa en sí misma. En ningún sentido, el mundo de Dostoyevski puede interpretarse como una creación que tiene su estado propio, sino como un mundo que pende enteramente y de manera particularmente inmediata de las manos de Dios. Ese mundo parece estar siempre en el movimiento incesante del devenir, en el fluir permanente y Dios, suscitando en él ese misterioso acontecer, es concebido por el hombre como ligado a ese movimiento en el cual también, por otra parte, está sumergido el hombre.
El pueblo, pues, que no se ha desprendido de la esfera primigenia y originaria de la condición propiamente humana, sino que vive simplemente con la tierra, nutriéndose de ella y a la vez a ella entregado, se siente situado en medio de ese campo de fuerzas y tensiones del obrar de Dios sobre el mundo. Percibe que el todo está animado por algo que proviene de Dios. Presiente el misterio de ese secreto acontecer, su proximidad, su eterno movimiento. Llega a comprender la impenetrabilidad de su enigma, mas de vez en cuando vislumbra y experimenta asimismo las oleadas del torrente de la vida, su inflamado resplandor.
Todo esto ninguna relación tiene en el pensamiento de Dostoyevski con el naturalismo y menos aun con el panteísmo. El hombre de Dostoyevski no es un adorador de la naturaleza ni piensa a Dios como una sola cosa con el universo. En ese mundo en que todo se entreteje con lo divino hay una nota que confiere a este pensamiento un sentido cristiano. El obrar de Dios en la naturaleza es obra de redención. Es un obrar sobre una nueva creación. Dios está frente a la naturaleza y a la vida, pero bajo el signo de Jesucristo y por medio de Jesucristo invita al hombre a salir del mero estado natural y llegarse a El. De no existir esta nota de sentido cristiano, el hombre permanecería en una naturaleza puramente natural, que no sería ya concebida como creación de Dios, sino con un sentido pagano.
Dostoyevski ha expresado su pensamiento a este respecto del mismo modo en que se ha referido siempre a las grandes cuestiones, esto es, valiéndose de la dialéctica de sus personajes, tan rica y significativa, pero a la que no hay que tratar, con todo, sin aplicar cierto sentido crítico. En las novelas de Dostoyevski encontramos muchos personajes que expresan la posición y actitud del pueblo tal como las hemos descrito más arriba. Hay empero algunos que al convertir el mundo de Dios y el pueblo de Dios en algo enfermo y malo revelan su peligroso carácter. Recuérdese a Schátov de Demonios, ese fanático del pensamiento del pueblo para quien Dios se convierte en "un atributo de la personalidad del pueblo"; piénsese en María Lebiádkina, en cuya mente la Madre de Dios y la tierra, confundidas en una misma noción, cobran el carácter de la magna mater de los paganos y a quien el sol, símbolo de Dios, habla de la infinita melancolía de Dionisos.
¿Dónde está la brecha que, salvando la falsa inmediatez de la estructura general de la naturaleza, conduce a la realidad cristiana de Dios? Allí donde el pueblo que cree en Jesucristo sabe que éste está presente en todas partes: en la naturaleza así como en su acontecer y en la existencia cotidiana. "También los animales tienen a Jesucristo", enseña el starets Zósima a los jóvenes campesinos, "y los pajarillos lo alaban". En todo cuanto ocurre interviene Dios, y la voluntad de Jesucristo penetra en el corazón de los creyentes. De esta suerte retiene la existencia del hombre enteramente la condición real de la tierra, sólo que queda amparado bajo el poder de la protección de Dios y colocado bajo la majestad de su voluntad.
Ábrese esta brecha ante todo, por el sufrimiento y el dolor. El pueblo de Dostoyevski sufre horriblemente. Toda su existencia está marcada con el signo del dolor. Ese dolor, empero, se considera como la voluntad de Dios y como tal se lo soporta.
Claro es que a veces se levantan quejas y el hombre se subleva contra el dolor; pero ello siempre ocurre dentro del marco determinado del ser, a que ya hemos aludido. De tal modo verifícase una constante trasformación del universo puramente natural en una creación auténticamente cristiana.
Por eso la tierra, la naturaleza y el pueblo no son naturales sin más, sino realidades redimidas que guardan una profunda relación con lo que San Pablo llama "nueva creación" y con el concepto expuesto en sus epístolas a los efesios y a los colosenses de que la Iglesia es el Cuerpo Místico de Jesucristo.
Vive pues el pueblo en una actitud que lo hace apto para comprender inmediatamente las palabras de la Revelación.
El starets Zósima dice: "Ábreles este libro de las Sagradas Escrituras y ponte a leer sin palabras altisonantes y sin soberbia, sin darte importancia con ellos, sino tierna y dulcemente, alegrándote de estarles leyendo y de que ellos te hablen y comprendan, gustando tú mismo de lo que lees y haciendo únicamente de cuando en cuando una pausa para explicarles algún vocablo incomprensible para los campesinos; no te apures, que lo entenderán todo, todo lo entiende el corazón ortodoxo." (Los hermanos Karamdzovi, parte II, libro IV, capítulo II). Tal pensamiento tiene su origen en los mismos libros sagrados. Mas cuando en esa actitud creyente el pueblo ignorante reconoce la totalidad de lo que existe como un perpetuo obrar y como un constante mensaje de Dios, la palabra sagrada penetra ya en un mundo que le es afín y en donde es comprendida, aunque no siempre en su expresión plenamente conceptual. Así pues, es el pueblo en su ignorancia y a pesar de ella el receptor de la palabra divina más cercano a Dios. "Sin la palabra de Dios perece el pueblo, pues está ansioso de su verbo y de recibir toda la Belleza." En esta afirmación de que el pueblo "está ansioso de su verbo y de recibir toda la Belleza" se percibe claramente el parentesco que liga la creación a la Revelación, parentesco sólo turbado por el pecado, pero nunca anulado. "Belleza", dice Dostoyevski, y recordemos que la palabra que en griego designa la gracia, charis, significa también donaire y encanto y que para la conciencia cristiana la realización última y perfecta del hombre que habla el Apocalipsis. Este sentimiento vive profundamente arraigado en el ser del cristiano. El pensamiento de que la palabra de la Revelación y la esencia del mundo sean cosas independientes entre sí, le es ajeno, como siempre lo fue en Oriente donde las nociones de nueva creación y de inmortalidad en la bienaventuranza constituyeron las expresiones con las cuales se designó el fruto de la Redención.
Tan profunda es esa relación que el propio pueblo se convierte en un misterio de Dios en el que es preciso creer. Quien pierde contacto con el pueblo, lo pierde asimismo con Dios vivo, pensamiento éste al que quizá pudiera calificarse de romántico, que sólo adquiere su verdadera y plena significación en la conexión en que para Dostoyevski están los conceptos de "pueblo de Dios" y "nueva creación". "Quien no cree en Dios tampoco cree en el pueblo de Dios, pero quien cree en el pueblo de Dios contempla también su santidad aunque hasta entonces no haya creído en ella." Quien abre su corazón al misterio de ese pueblo humilde y creyente, en el que constantemente se realiza el misterio de la acción creadora y redentora de Dios, se abre al mismo Dios.
Ya he empleado varias veces la palabra romántico para referirme a Dostoyevski y por cierto que fue uno de los más grandes. Su pueblo, empero, no es un producto romántico en un sentido superficial y vulgar. Independientemente del hecho de que en su concepto de pueblo tienen cabida elementos fundamentales de la concepción cristiana del mundo, ese pueblo en modo alguno aparece en las obras de Dostoyevski idealizado, sino que muy por el contrario éste lo trata con un criterio extremadamente realista, si se entiende por realismo la expresión de una realidad desnuda. El pueblo de Dostoyevski se presenta en toda su suciedad, con todos sus vicios, en su depravación e ignorancia, pesado, codicioso, degradado, sobre todo por su irresistible inclinación a la bebida... Mas con todo eso es "el pueblo de Dios".
La existencia de ese pueblo así presentado nada tiene de santa en sí misma —cuando Dostoyevski tiende a considerarla santa en ese sentido es signo de que ha sucumbido a su paneslavismo metafísico—, mas por doquier permanecen abiertas las puertas que conducen a la santidad del pueblo. En cualquier momento puede acontecer que el más vil y pervertido de los hombres, en estado de beodez y en una mala taberna, comience a hablar sobre Dios y el sentido de la existencia con tal profundidad que no haya sino que ponerse sencillamente a escucharlo pues cuanto dice es digno de f e…
Esto sólo es posible cuando la totalidad del ser, y en virtud de esa posición con respecto a él en que se encuentra el pueblo, está en íntimo contacto con Dios.

Tomado de:
  
Guardini, R. El universo religioso de Dostoyevski. Ed. Emecé, Bs. As., 1952, ps. 17-24.

2 comentarios:

Pepe dijo...


La gracia —advierte Moeller— dista de ser una invitación a la inhibición y al conformismo. Penetra como una espada en la entraña misma del ánimo y obliga a un perenne desvelo... Por eso nos encontramos con santones laicos sumidos en el sopor de la autosuficiencia y con santos insomnes en su noche oscura. La gracia es amor, y en amor hasta el abandono es apertura a una suprema vitalidad. Por algo los grandes místicos han desplegado tan prodigiosa actividad en ocasiones, algunos a lo largo- de su vida entera, y par algo su lectura rejuvenece el alma. Ni amargura ni malhumor, ésas son como las flores de trapo del falso ascetismo; la santidad, recuerda Merton, es exactamente lo contrario del suicidio.

R.Rojas dijo...

"Quien cree en el pueblo de Dios, contempla también su santidad". Entiendo que ¿ es parte de libro ¿6 ? "El monje Ruso", dentro de "Los hermanos Karamazov"? . Necesito saber la parte específica de la obra de Dosytoiewski, donde aparece ese texto. Agradeceré información ascendientes@hotmail.com.
He visto, muy de pasada, debo decirlo, el contenido de este blog, y espero visitarlo más en profundidad, más adelante.El texto de Guardini sí lo conocía.Gracias.