domingo, 25 de marzo de 2018

Pluralismo en la Iglesia (1)

En entradas anteriores hemos citado enseñanzas de Pío XII que manifiestan la importancia de distinguir la doctrina de la Iglesia, y las verdades filosóficas ligadas necesariamente con ella, que todos debemos seguir, de los distintos sistemas filosóficos y teológicos admitidos  por la Iglesia, que son objeto de libre aceptación por parte de los católicos.
La historia demuestra un hecho: la pluralidad de orden intelectual en el seno de la Iglesia. En efecto, una «pluralidad de escuelas teológicas la conoció el Cristianismo desde sus albores; y si quizás no son dualidad de teologías los pensamientos de Juan y Pablo, se pueden sin embargo reconocer dos escuelas en la alejandrina y en la agustiniana, en la franciscana y en la tomista, en la neotomista y en la rosminiana; por no hablar de la pluralidad de las soluciones dadas a puntos particulares en el ámbito de la ortodoxia, como ocurrió en torno al fin de la Encarnación (disputado entre Tomistas y Escotistas), la Inmaculada Concepción (entre Dominicos y Franciscanos), o la predestinación y el libre arbitrio (entre Bañecianos y Molinistas) […]. El pluralismo es inherente a la investigación teológica...» (Amerio). 
Esta realidad de ha sido tradicionalmente reconocida como una riqueza eclesialY es legítima con una condición: que no rompa la unidad de la fe, sino que  se sitúe en su interior, es decir, que respete los enunciados  dogmáticos, y se alimente de ellos. Por el contrario, una pluralidad de orden intelectual que resultara incompatible con la Revelación, o que la pusiera en grave peligro, sería dañosa. 
El término pluralismo aplicado a la Iglesia puede resultar inconveniente, pues da la impresión de remitirse a un relativismo sin límites objetivos fijados por el dato revelado. En este sentido, ilegítimo, para el pluralismo «no se trata en absoluto de reivindicar la variedad inmensa de ritos; de costumbres, de jurisdicciones, de bulas, de la Iglesia de siempre, tan sólida en su unidad como rica en su diversidad. Ni de preservar, por ejemplo, el espíritu del franciscanismo, tan diferente del dominicano o del agustiniano o del jesuítico, dentro todos de una misma Iglesia» (Gambra). Tampoco le basta a este pluralismo con reconocer «todas estas corrientes, dentro siempre de la ortodoxia católica, [que] se complementan entre sí en la diversidad de sus temas preferentes y en sus tendencias, rivalizan en casos, pero forman entre todas un importantísimo elenco filosófico, valioso en sí y valioso en su influencia sobre el pensamiento contemporáneo, al que ha deparado rigor conceptual y liberado de los prejuicios positivistas e idealistas» (Gambra). Este pluralismo se desinteresa de estas riquezas porque reivindica un catolicismo a la carta en el cual la diversidad sólo sirve de excusa para romper la unidad.
Sin embargo, el combate contra esta modalidad ilegítima de pluralismo, puede perderse de vista la legítima diversidad intra-eclesial compatible con la necesaria unidad. En este sentido sí cabe hablar de pluralismo legítimo; al cual -sin embargo- parece mejor denominar con otro término. Es por esto que algunos autores prefieren usar la palabra «pluralismo» en un sentido negativo, para referirse a lo que destruye la unidad, reservando el término «pluriformidad» para designar la legítima diversidad.

De todas maneras, hay que recordar que «no se subordinan las cosas a las palabras, sino las palabras a las cosas» (S Th. I-II,96,6); y que la conveniencia del uso de tal o cual término, es cuestión prudencial.