miércoles, 15 de abril de 2015

La verdad, de donde viene


Santo Tomás amó de manera desinteresada la verdad y la buscó allí donde pudiera manifestarse, poniendo de relieve al máximo su universalidad. Es por ello que el p. Rousselot apunta:
«La convicción de que la inteligencia es en nosotros la facultad de lo divino funda la afirmación de su exclusiva y total competencia. Ella nos obliga también a ver en su ejercicio la más alta y más amable de las acciones humanas. Toda verdad es excelente, toda verdad es divina, Omne verum, a quocumque dicatur, a Spiritu sancto est. La verdad debe ser buscada obstinadamente, acogida con avidez, retenida y poseída con toda serenidad. Debemos considerar como adquirida y definitivamente justificada toda proposición deducida de un raciocinio cierto: es el radicalismo lógico. Debemos reposar con confianza en el sí que le dice al ser, en el mundo real, la razón especulativa: es el objetivismo intelectual. Pero la inteligencia “que es su acto” es la medida y el ideal de toda intelección. Toda crítica del conocimiento encuentra, pues, su explicación última, en la teoría de la intelección divina. Esta es la mayor medida de su simplicidad».
Ya hemos dedicado una entrada para hablar del origen divino de toda verdad, pues las verdades creadas son participaciones de la Verdad increada, que es su causa primera en el orden de la eficiencia y de la ejemplaridad. Un personaje que intenta comentar en nuestra bitácora –no se publican sus comentarios, porque actúa como troll obsesivo- ha objetado la traducción habitual del a quocumque dicatur. El argumento es tan endeble, que no merecería más que silencio de nuestra parte. No obstante, dado que es cierto que el adverbio quocumque se traduce literalmente por “a donde quiera que”, “a cualquier parte que”, hay que decir que la verdad no es un cosa física que se encuentre en un “lugar”, sino algo propio de los juicios, que son actos espirituales de las personas. Por tanto, de acuerdo con el sentido de la frase del Aquinate, el “lugar” de la verdad es la persona, y más precisamente la inteligencia de la persona que formula una proposición verdadera. Por ello es más fiel al sentido genuino del dictum tomasiano traducir “toda verdad, dígala quien la diga, viene del Espíritu Santo” como hacen todas las traducciones que conocemos; o bien, emplear la fórmula más arcaica de Hilario Abad de Aparicio, quien en 1880 tradujo: “todo lo verdadero, sea quienquiera el que lo diga...”. Suponemos que el troll de marras no va acusar al traductor del siglo XIX de modernismo, o de juanpablismo, pero con personalidades desequilibradas nunca se sabe. 
Ofrecemos a nuestros lectores un artículo completo del De Veritate de Santo Tomás, en el cual se encuentra la célebre sentencia Omne verum. Para leer y meditar con atención.

1 comentario:

Anónimo dijo...
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