domingo, 19 de octubre de 2014

Pompedda sobre los divorciados vueltos a casar

Ofrecemos la transcripción de las páginas de un libro de comentarios la instrucción de la Congregación para la Doctrina de la Fe sobre la Atención pastoral de divorciados vueltos a casar.
PROBLEMÁTICAS CANÓNICAS.
Premisa
La Carta dirigida a los Obispos de la Iglesia Católica por la Congregación para la Doctrina de la Fe, sobre la recepción de la Comunión eucarística por parte de los fieles divorciados vueltos a casar, de modo conciso, aunque con una formulación precisa, hace referencia en el n. 9 a un problema que es en sí mismo plenamente jurídico canónico, aunque también alcanza la conciencia del individuo singular. Se trata del problema al que alguno se ha referido, con un prejuicio evidente y que debe aún ser probado, como «conflicto entre fuero interno y fuero externo »: situación que, si se produjese en la vida de la Iglesia, nunca y en ningún caso podría dejar indiferente. Conviene, por tanto, detenerse algo sobre el problema mismo, también porque pensamos que eso contribuirá no poco a comprender mejor la Carta misma, y todavía más su espíritu genuinamente pastoral.
Es oportuno leer ahora las palabras de la Carta sobre las que queremos reflexionar: «La disciplina de la Iglesia, mientras confirma la competencia exclusiva de los tribunales eclesiásticos en el examen de la validez del matrimonio de los católicos, ofrece también vías nuevas para demostrar la nulidad de la unión precedente, de modo que se pueda excluir en lo posible cualquier divergencia entre la verdad verificable en el proceso y la verdad objetiva conocida por la conciencia recta» (n. 9).
Vamos a afrontar gradualmente las cuestiones que están implicadas en este párrafo, para tener criterios de valoración justa de las afirmaciones contenidas en la Carta y sobre todo para eliminar prejuicios infundados e irreales. Carácter eclesial, es decir, «público» del matrimonio Todavía hoy día existe quien sostiene que el carácter público atribuido al matrimonio, en la Iglesia, no tendría más origen que la voluntad de ejercitar un dominio de autoridad y, por tanto, un control sobre el mismo. La tesis podría tener parte de verdad si no tendiese, con un espíritu agresivamente laicista, a introducir en el ámbito de lo privado un acto (que además es, ante todo y sobre todo, un sacramento) cuyo interés público es innegable, incluso en los ordenamientos civiles del Estado.
Es verdad que el matrimonio-sacramento toca la conciencia del individuo, nace de una elección de libre y amorosa donación entre dos seres sexualmente diversos, y no puede ser impuesto ni impedido a nadie que sea hábil y capaz. Por todo esto, tiene una importancia vital, fundamental y primaria para el sujeto, es decir, para el hombre. Pero a la vez, de modo no menos radical y fuerte, tiene valor en y para la sociedad eclesial; y ese valor lo tiene cada matrimonio durante todo el arco de su existencia. De ahí nace en la Iglesia la preocupación siempre más fuertemente sentida de preparar a los novios para la boda; la comprobación pastoral, mucho antes que jurídica, de que no hay obstáculo para la válida y lícita celebración del matrimonio (can. 1066); la solemnidad (que no hay que confundir con la ostentación solamente exterior de ciertos ritos) conferida al matrimonio con la presencia activa del testigo cualificado, que es el ordinario del lugar o el párroco, es decir, a través de la forma canónica (can. 1108); la asistencia pastoral, explícitamente inculcada por el Código canónico vigente, en lo que se refiere a los que ya viven en el estado conyugal (can. 1063). Sería suficiente recordar que el matrimonio entre bautizados es sacramento, un verdadero sacramento (can. 105,2), para deducir, con un argumento irrefutable, que la Iglesia tiene el deber, antes que el derecho, de tutelar su santidad y por ello, su celebración válida y lícita. Es un error, atribuible a la reforma protestante, afirmar que la Iglesia no tiene el poder de establecer impedimentos al matrimonio.
Pero, si compete a la Iglesia vigilar para que el matrimonio sea válida y legítimamente celebrado, se sigue que también le compete examinar y juzgar, cuando surjan dudas, si de hecho y realmente ha habido celebración válida en un caso determinado. Es más, el Código canónico establece que no está consentido contraer un nuevo matrimonio antes que legítimamente y con certeza resulte ser nulo el precedente o haya sido disuelto (can. 1085,2). Todo esto, en coherencia con el principio del interés público, es decir, eclesial del matrimonio sacramento, lleva a comprender, en el cuadro normativo general del derecho de la Iglesia, lo que se afirma en la Carta, es decir, la confirmación de la competencia exclusiva de los tribunales eclesiásticos en el examen de la validez del matrimonio de los católicos.
¿Conflicto entre fuero «interno» y fuero «externo»?
Es preciso no perder de vista la finalidad de los procesos que se establecen en los tribunales eclesiásticos en tema de validez o nulidad de matrimonio: no van dirigidos, ni podrían serlo, a otra cosa que no sea la comprobación de que algún motivo legítimo (defecto de forma, defecto o vicio del consentimiento, existencia de impedimentos) ha impedido que surgiese el vínculo conyugal. Poco importa que los dos esposos fuesen o no conscientes, ya que se trata de la comprobación de una verdad objetiva. Por no permitirlo el principio de contradicción, nadie podrá afirmar que existan dos verdades objetivas opuestas, una verificable en el proceso canónico, por tanto, en el fuero externo, y la otra cognoscible por la recta conciencia. Por el contrario se debería decir que, donde ese conflicto se verifique (no ciertamente por la objetiva situación de los hechos, sino por la subjetiva valoración de los mismos), con todo el respeto por la conciencia individual, debería prevalecer la solución alcanzada en el fuero externo, y esto por dos tipos de razones.
Ante todo es preciso recordar el conocido principio jurídico, según el cual nadie puede ser juez en causa propia; principio que debería ser válido con mayor razón, cuando se trata de una materia, no digamos prevalente, pero sí de indudable valor público vital y radical, como es el matrimonio sacramento, tal y como se ha recordado ya. En cualquier caso, si no se quiere tener en cuenta todo esto, lo que sin embargo no parece justo, sería necesario tener presente que el matrimonio comprende también el interés del otro, e incluso alcanza al interés de terceros, como es la prole y, por ello, se sale de la esfera meramente subjetiva. Pero no se puede olvidar un segundo orden de razones, es decir, la posibilidad, casi podríamos decir la casi necesaria aparición del error, por situaciones subjetivas que resultan evidentes por sí mismas, en un juicio sobre el propio matrimonio. Error que es posible pero no necesario para quien juzga desde fuera.
Si quisiéramos, como de hecho debemos hacer, llevar todo esto al plano práctico (que es el procesal canónico), parecería temerario atribuir, con prejuicio, mayor posibilidad de error al juicio de personas cualificadas, preparadas, expertas, con el examen de un colegio de jueces, en dos grados del proceso; en vez de al juicio de una persona particular, interesada y, por ello, condicionada, no siempre, o mejor dicho, casi nunca preparada para traducir en términos jurídicos (es decir, de validez objetiva) hechos, circunstancias e intenciones, cuyo significado es a menudo ambiguo o polivalente.
¿Formalismo jurídico o sustancial garantía de verdad?
En un plano abstracto y teórico no parece legítimo, por tanto, hablar o plantear la hipótesis de un conflicto entre fuero interno y fuero externo, mientras se tenga delante la exigencia de una averiguación de la verdad objetiva y real.
El conflicto podría aparecer más bien en otro plano, al que la Carta se refiere implícitamente, cuando habla de «nuevas vías para demostrar la nulidad de la unión precedente ». Éste es un problema eminentemente jurídico canónico (en el proceso), al que la sabiduría del legislador eclesial ha dado en el Código vigente una solución finamente pastoral, ya que respeta la dignidad que merece el hombre y en línea con los principios fundamentales del derecho natural.
Antes de nada busquemos comprender exactamente en qué consiste el problema. Se trata necesariamente de un número muy reducido de la totalidad de los casos de nulidad, en concreto, aquellos conectados con vicios o defectos del consentimiento. En este caso, se trata de conocer exactamente cuál fue la voluntad de uno o de los dos que se casaban, si esa voluntad fue limitada voluntariamente o incluso no existió, o si el consentimiento estaba condicionado por circunstancias externas o internas.
Ahora bien, no hay duda de que, en abstracto y por principio, nadie mejor que los contrayentes conoce cuál ha sido su voluntad interna, la verdadera intención en el momento en que el consentimiento fue expresado exteriormente en el rito nupcial. Sin embargo, hay que hacer notar, enseguida, que esto no significa que la calificación jurídica, la relevancia canónica, la incidencia en la validez del matrimonio, puedan ser juzgadas mejor por los contrayentes que por cualquier otra persona: no es lo mismo conocer (tener conciencia de) un hecho, que calificarlo jurídicamente. Lo que lleva, por principio, tanto a limitar el campo de los posibles conflictos, como a no confundir el hecho con su relevancia jurídica.
Pero el problema es, sin embargo, otro. Tratándose en nuestro caso, tal y como se ha dicho más arriba, de un proceso de comprobación sobre un hecho controvertido, que es la nulidad de un matrimonio, es evidente que el juez eclesiástico podrá pronunciarse sobre la materia fundándose exclusivamente sobre hechos ciertos y probados: la teoría de la prueba pertenece a todo ordenamiento jurídico y tampoco puede ser extraña al derecho canónico. El Código de la Iglesia establece un conjunto de medios de prueba, a través de los que se puede alcanzar en los procesos la certeza moral sobre el objeto que está en examen. Hay que tener en cuenta, sin embargo, que se sale completamente del espíritu y de la normativa del derecho canónico el sistema de la llamada prueba legal, en el sentido de que los medios de prueba sirven solamente para alcanzar la certeza moral, pero las pruebas mismas son valoradas por la conciencia del juez. Con esto cae una pretendida concepción de formalismo jurídico, sin duda extraño al espíritu del derecho canónico.
¿Qué pruebas pueden llevar al juez eclesiástico a pronunciarse con certeza sobre la nulidad de un matrimonio? Para mantenernos en el ámbito restringido de las causas que interesan aquí (y de las que se ha hablado antes), se puede decir que las pruebas fundamentales son generalmente las declaraciones de las partes (en este caso, los cónyuges), los testigos y las circunstancias ciertas y objetivas conectadas con el centro de la causa.
El problema surge cuando en un caso particular y concreto no aparecen testigos que puedan iluminar al juez sobre la voluntad de las partes, y únicamente se está en presencia de afirmaciones de los cónyuges o de uno solo de ellos.
Es lógico pensar y afirmar que, si estas declaraciones de los cónyuges no fuesen jurídicamente suficientes para generar la certeza moral en el juez eclesiástico, se producirían situaciones en las cuales no se podría alcanzar una sentencia de nulidad en el fuero externo, es decir, judicial, teniéndose que limitar el valor de las declaraciones mismas al fuero interno.
De todos modos, esto no sucede así, gracias a que es necesario reconocer que el Legislador canónico, dando prueba de profundo respeto por la persona humana, en consonancia con el derecho natural y desnudando al derecho procesal de todo superfluo formalismo jurídico, aun respetando las exigencias imprescriptibles de la justicia (en este caso, alcanzar la certeza moral y la salvaguarda de la verdad, que aquí abarca incluso el valor de un sacramento), ha establecido normas según las cuales (cfr. can. 1536,2 y 1679) las declaraciones de las partes pueden constituir una prueba suficiente de nulidad, naturalmente en el caso de que esas declaraciones sean congruentes con las circunstancias de la causa y ofrezcan garantía de una credibilidad plena(1).
Conclusión
Si debiésemos concluir sencillamente de lo que precede que, una vez más, el Legislador ha sabido acertadamente conciliar el rigor y la certeza del derecho con las exigencias de un sano respeto por la persona humana y su dignidad, podríamos con razón afirmar que la normativa canónica se ha desprendido de todo formalismo inútil, siendo coherente con las reglas supremas del derecho natural. Pero esto, en este caso específico, parece mortificar el verdadero alcance de la norma canónica, que está penetrada, alimentada y orientada a las necesidades pastorales de los fieles, a ese último y máximo objetivo del Derecho canónico que es la salvación de las almas (can. 1752). 

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* Decano de la Rota Romana cuando redactó este artículo, es actualmente Prefecto del Tribunal Supremo de la Signatura Apostólica.
(1) Cfr. sobre el complicado problema: M. F. POMPEDDA, II valore probativo delle dichiarazioni delle parti nella nuova giurisprudenza Della Rota Romana, en «lus Ecclesiae», voi. I, n. 2, 1993, pp. 437-468; Studi di diritto matrimoniale canonico, Milán, 1993, pp. 493-508.

Tomado de:

Congregación para la Doctrina de la Fe. Atención pastoral de divorciados vueltos a casar. Colección Libros Palabra, Edición 3ª, octubre 2006, pp. 73-80.

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