domingo, 29 de junio de 2014

Luz del Tabor


Si Cristo es «la luz del mundo» (Jn 8, 12), los misterios de su vida son misterios de luz. Dentro de la tradición oriental, de manera singular, la luz tiene un papel de primordial trascendencia en relación con la vida espiritual. La luz tiene su fuente última en la Trinidad (San Gregorio de Nazianzo). Dios, incomunicable por naturaleza, se comunica mediante sus manifestaciones; se da a conocer mediante sus “energías”. La Luz eterna se encarna en Cristo, luz verdadera que ilumina a todos los hombres, luz que brilla en las tinieblas, fuego arrojado en la tierra para que se haga incendio.
La luz de la contemplación es el camino hacia la iluminación plenaria. Los Padres griegos no han dejado de relacionar la teología con la luz divina. San Gregorio de Nyssa, por ejemplo, afirma que no hay teología sin contemplación, y esta no se da sin una iluminación interior. Asimismo, los Padres se refieren al progreso espiritual en términos de luz. El mismo Gregorio describe el ascenso del alma que oye una voz que le dice: “te has hecho hermosa acercándote a mi luz”.
En la impugnación de los misterios de luz algunos alcanzan un alto grado de frikismo. Por ejemplo, al designar a los misterios luminosos como misterios illuminatis. Si se tomaran la molestia de investigar un poquito en los Santos Padres, verían que el bautismo es denominado como un misterio de iluminados… Misterio, pues así se denominan los sacramentos en griego; de iluminados, porque el bautizado recibe a la luz de Cristo y está llamado a iluminar a los demás.
Transcribimos ahora unas páginas de un libro del P. Alfredo Sáenz cuya lectura recomendamos vivamente. Todo el capítulo cuarto, titulado “La transfiguración de la materia por la luz y el color” merece una lectura atenta.

LA LUZ DE LA TRANSFIGURACION O LUZ TABORICA.
Ya hemos aludido, si bien someramente, a este misterio. Con todo, merece una consideración más prolongada. El hecho de la Transfiguración es para el mundo oriental un acontecimiento central entre los misterios de Cristo. Y está en conexión directa con el sentido luminoso de los iconos, al punto que la primera imagen que había de hacer el artista era el icono de la Transfiguración... 
a) El misterio de la Transfiguración 
"Se transfiguró delante de ellos; su rostro resplandeció Como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz" (Mt 17, 2; cf. Mc 9, 3; Lc 9, 29). Jesús se manifestó a sus discípulos no ya en su "forma de siervo", sino como Señor. 
Dice San Pablo que antes de su encarnación Cristo existía "en forma de Dios" —in forma Dei—, pero luego se anonadó tomando la "forma de siervo" —forma servi— (cf. Fil 2,6-7). Existir in forma Dei es vivir en el "esplendor de la gloria" —splendor gloriae— (Heb 1, 3). El Hijo se despoja voluntariamente de su gloria, se vacía de sí, por decirlo de alguna manera, se reduce a forma humana, sin dejar por cierto de ser Dios. La forma Dei y la forma serví se encontraron cuando el Verbo se hizo hombre, pero entonces la naturaleza divina veló su gloria al revestir la "forma servi"; en cambio, a partir de su resurrección, la naturaleza humana se despojó de la "forma servi", des-velando la "forma Dei". Pero debe quedar bien en claro que así como antes, al abajarse, no dejó de ser Dios, así ahora, al elevarse, no deja de ser hombre.
Sin embargo advertimos por el evangelio que aun antes de su resurrección en algunas ocasiones dejó transparentar la gloria que escondía, como por ejemplo al realizar milagros tan sobrenaturales. Algo semejante acaeció en momento de su Transfiguración sobre el Tabor. Su cuerpo íntegro se convirtió, por así decirlo, en el vestido luminoso de su divinidad. "En lo que concierne al carácter de la Transfiguración —afirman los Padres del Séptimo Concilio Ecuménico— ella tuvo lugar no de manera que el Verbo abandonase la imagen humana, sino más bien mediante la iluminación de esta imagen humana por su gloria".
San Juan Damasceno se refirió repetidas veces a la Transfiguración. En una de sus homilías sobre dicho misterio afirma que Cristo, al encarnarse, en modo alguno perdió el esplendor de su divinidad sino que tan sólo lo veló por milagro fue el permanente ocultamiento de su gloria. Y así "en la Transfiguración, Cristo no se convirtió en lo que no era antes, sino que se mostró a sus discípulos tal cual era, abriéndoles los ojos, dándoles la vista a los que eran ciegos". Aquel a quien los apóstoles veían sobre el Tabor era el Jesús de siempre, pero ahora habían recibido el poder de contemplarlo en su gloria eterna, de percibir la "energía" de su naturaleza divina. "Lo divino lo eleva [sobre lo creado] y comunica al cuerpo el resplandor propio de su gloria". Es la aplicación de la doctrina energética a la cristología: la naturaleza divina permanece inaccesible en sí misma, pero su energía gloriosa penetra la naturaleza creada, la impregna con su esplendor. La humanidad de Cristo refleja a Dios.
(…)
b. Hacerse luz
En la Transfiguración el Señor mostró su gloria. Pero de poco hubiera valido que Cristo resplandeciese si nadie hubiese sido capaz de contemplarlo tal, si los allí presentes no hubiesen tenido ojos para percibir la transformación. Siguiendo la enseñanza arriba consignada del Damasceno, podríase decir que la Transfiguración no implicó un cambio en Cristo, ni siquiera en su naturaleza humana, sino que el cambio se produjo en el interior de los Apóstoles que recibieron por un momento la facultad de ver a su Maestro tal cual era, resplandeciendo con la luz eterna de su divinidad… la Transfiguración de Cristo fue de hecho la transfiguración de las facultades receptivas de los apóstoles. Por algunos instantes, sus ojos físicos se abrieron, se transformaron, se hicieron capaces de trascender las apariencias humildes de quien tomó la forma de siervo, atisbando su gloria encandilante. Sólo se puede entrever la luz divina con los ojos corporales si el que la contempla participa en dicha luz, es transformado por ella.
Viene aquí al caso volver a aquella frase tan recurrida de San Ireneo, que se suele citar en forma trunca, y a la que nos hemos referido páginas atrás, donde se reúnen los temas de la luz, la gloria y la visión: "La gloria de Dios es el hombre vivo, mientras que la vida del hombre es la visión de Dios". Dicha frase remata lo que había dicho poco antes, a saber, que el Hijo de Dios se había hecho hombre para que la luz de su Padre invadiese su cuerpo, y desde allí llegase hasta nosotros.
La luz eterna de Dios se concentró en Cristo, y los discípulos sólo pudieron percibirla... Ya hemos visto cómo los orientales distinguen la luz sensible, la luz inteligible y la luz divina. Dios se da a conocer al hombre entero de modo que éste, partiendo de lo sensible y pasando por lo inteligible, trascienda a su modo el tiempo y el espacio, y entre en la esfera divina, más allá de las fronteras de la naturaleza creada. "Quien participa en la energía divina —escribe Palamás—, se convierte, de alguna manera, en luz; está unido a la luz y, con la luz, ve con plena conciencia todo lo que permanece escondido a los que no tienen esta gracia...; porque los puros de corazón ven a Dios que, siendo luz, habita en ellos, y se revela a aquellos que lo aman, a sus bienamados".
El Antiguo Testamento nos ofrece una especie de prefiguración del Tabor cuando nos muestra a Moisés hablando con Dios "cara a cara", como se habla con un amigo (cf. Ex 33, 11; Deut 34, 10). Fue un encuentro personal con un Dios personal, aunque envuelto en el misterio, en las sombras (cf. Ex 33, 18-23). En otra ocasión alternó con Dios en la cumbre del Sinaí, y nos dice el texto que cuando bajó de la montaña, su rostro aún estaba radiante (cf. Ex 34, 29), porque reflejaba el rostro luminoso de Dios, cumpliéndose aquella fórmula de bendición imperada por el mismo Yahvé: "Que haga resplandecer su rostro sobre ti" (Num 6, 25)…
Son las realidades del siglo futuro las que acá se dejan entrever. Pero dichas realidades están de algún modo presentes en todos los cristianos, si bien incoativamente, porque no otra cosa es la gracia bautismal. Ya hemos dicho que antiguamente los bautizados recibían el nombre de "fotismoi", iluminados, y cuando eran revestidos con túnicas blancas, según el rito litúrgico, se les decía que se cubrían con los vestidos luminosos de Cristo tal como El los mostró en su Transfiguración. "Habiéndose acercado a la luz, el alma se transforma en luz", explicaba San Gregorio de Nyssa. Pero la gracia de la iluminación recibida en el sacramento no es estática, sino que debe ser alimentada y profundizada mediante el progreso espiritual. Cuando esa luz no encuentra tropiezo en los corazones, "transforma en luz a los que ilumina", según las categóricas palabras de San Simeón.
Tomado de:
Sáenz, Alfredo. El icono esplendor de lo sagrado. Ed. Gladius (Buenos Aires), p. 202 y ss.

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