sábado, 29 de junio de 2013

Jansenismo y progresismo (y 3)


LA VIDA ESPIRITUAL
Hemos ido pasando de los perjuicios psicológicos del puritanismo a los perjuicios morales que, paradójicamente, también acarrea.
Termina congelando el fervor, seca el corazón, impersonaliza la relación religiosa —entrañable, personal y filial— haciéndola una especie de imperativo categórico, una obligación abstracta, es decir, un cumplimiento legal y formal en vez de una relación amorosa y viva. Sin ésta la devoción languidece y muere, y con ella la comunión con Dios que es la plegaria; pero, ya lo sabemos, "¡la fe no se retiene sino con las manos juntas!".
La religión es reducida a la moral, y ésta a un reglamento. Pero entonces, hecha la reducción, se invierten los términos y se hace de la moral religión. La palabra de Dios se convierte en un conjunto de amonestaciones, de normas "para cumplir"… Muchos sermones infaliblemente iban a parar a eso: 'lo que nos quiere decir el Señor en este pasaje es que debemos, o que no debemos...". La Revelación pierde sustancia religiosa, mística; ésta es fagocitada por la ascética. El Evangelio queda esquematizado en un común denominador que podría ser válido para cualquiera de los grandes sistemas morales.
Cuántas veces estos moralistas nos han presentado la figura de Cristo reducida a lo que Él tanto combatió: la ley sobre el amor. De aquí las variantes de este estilo pastoral, sermoneador, a la vez vociferante y sentimental, formulero y exterior, que trataba de mover los corazones desde afuera: es que la pasión a la que comúnmente apelaba era el miedo, y el miedo mueve desde fuera, porque es un movimiento de repulsa. El amor, en cambio, mueve desde dentro porque impulsa a abrazarse al objeto amado e identificarse con él. Y a medida qué el amor es más perfecto, va pasando de ser un movimiento de apropiación a uno de entrega.

CONCLUSIÓN
El moralismo de la edad moderna, del que, es menester reconocerlo, no se salvó el catolicismo, tuvo características propias, pero se inscribió sin duda en la tradición de la eterna tentación maniquea. Esta es una constante de la historia religiosa humana. Cada virtud tiene su corrupción o su parodia, como tiene su negación o su vicio. La humana condición es dialéctica porque es limitada e imperfecta. Pero la dialéctica no es constitutiva del ser, como quería Hegel; es propia de una realidad entitativamente relativa, mixtura de potencia y acto. Y —sobre todo— para el mundo postadámico, marcada por un desmedro original. Esto tememos, que después del alegre desenfado progresista y "liberador" volvamos a la rigidez jansenista.
La influencia moralista de los últimos siglos si bien con raíces muy viejas tiene, como decíamos, sus notas peculiares que es necesario señalar. Olvidarlas seria tan equivocado como dejarse encandilar por ellas y perder de vista el trasfondo común del que surgen y se nutren. Este transfondo les da sentido acabado. El movimiento antijansenista del catolicismo actual parece perder de vista ese sentido último, reaccionando más contra los síntomas modernos que contra las causas de siempre.
El resultado fue otro error, simétricamente contrario pero esencialmente idéntico. Tal comunidad esencial explica parentescos aparentemente contradictorios en enemigos presuntos, incluso declarados. Véase el aire protestante que por igual tienen en tantas actitudes el jansenismo y el progresismo modernista.
De Corte sostenía, en su Ensayo sobre el fin de nuestra civilización, que "la forma primitiva del cristianismo burgués es indudablemente el jansenismo". Para él todo el movimiento del espíritu moderno, en el que se subsumen jansenismo y burguesía, proviene de una ruptura existencial de relaciones entre espíritu y vida; una desencarnación del hombre engendrada por el racionalismo. Este es al mismo tiempo enemigo de la vida natural y de la sobrenatural, porque es una infidelidad del hombre a su esencia. Pero como el cristianismo se define como una relación "sui generis" entre la naturaleza humana y lo sobrenatural, cualquier alteración al nivel de la naturaleza repercutiría en la estructura de esa relación. El proceso moderno de resquebrajamiento de la unidad de la naturaleza humana, espíritu y vida, alterará el primer término de la relación cristiana entre naturaleza y sobrenatural. El cristiano moderno —afectado como hombre por aquella alteración— reaccionará primero, dice De Corte, con una desvalorización de su ser. Tendremos así la forma burguesa y jansenista del cristianismo contemporáneo. Pero también puede ocurrir que el cristianismo se persuada que la transformación sufrida por él no es algo negativo, sino una nueva etapa de la historia del espíritu humano, y entonces surgirá la forma progresista o historicista del actual cristianismo.
Todo está en que, ahora, por escapar a este último, no volvamos a empezar.

jueves, 27 de junio de 2013

Jansenismo y progresismo (2)


LA MORAL DEL SEXTO MANDAMIENTO.

Conocemos los estragos de la "moral del sexto mandamiento".  Qué mezquina y qué sucia a la vez ésa imagen de la moral cristiana. Sabemos de niños que han crecido en el convencimiento de que sus padres vivían en pecado por estar casados y adultos que miraban al matrimonio como un pecado permitido. Ciertas monjitas ahuyentaban las visitas de su exalumnos casadas y embarazadas "porque podían despertar malos pensamientos en las pupilas". Increíble que, almas rectas, pudieran distorsionar los sentimientos vitales más espontáneos: ¿Cómo podía dejar de serles conmovedor y admirable el espectáculo de la maternidad? El puritanismo se ciega a la visión pura de las cosas, a la visión de los limpios de corazón, únicos que pueden ver en todo a Dios. Desencarnar a Dios es realmente una tentación demoníaca.
Semejantes escrúpulos enturbian más que preservan la limpia visión de lo verdaderamente puro. El temor puritano al cuerpo constituye una perversión del pudor. Las repugnancias maniqueas frente a lo corporal atentan contra la visión cristiana de esta parte esencial del ser hombre. El cuerpo, destinado a una transfiguración gloriosa, está llamado por Dios a conquistar la plenitud de su presentida belleza.
Terminemos con el sexto mandamiento, ese coto cerrado del moralismo. Un buen amigo con el que conversábamos de estos temas, recordaba que uno de sus maestros religiosos, al hablar del sacrificio de San Luis Gonzaga de no mirar el rostro de su madre, lo interpretaba como "modestia", es decir, en vinculación con la virtud de la pureza. Singular anticipación edípica de Freud. En el prólogo al ensayo Sobre el amor humano de Thibon, el psicólogo español Miguel Siguan cuenta que "en un libro de moral popular bastante difundido en España a finales del siglo pasado, al hablar de las razones que los hijos oponen a los padres cuando éstos deciden sobre su matrimonio, se cita el "amor y niñerías parecidas". Romero Carranza señala que Lacordaire se refiere al matrimonio del ilustre vicentino Ozanam, como una "trampa que no supo evitar". Se cuenta que al leer esto Pío Nono exclamó: "No sabía que existieran seis sacramentos y una trampa".

EL PLACER, LA PUREZA Y EL PECADO.

Es inevitable que si se convierte la aspiración natural a la pureza en una obsesión patológica, consecuencia de presiones subconscientes (superyoicas en la terminología psicoanalítica), todo lo vinculado a la vida sexual se torna sospechoso o repugnante. El gozo sexual no sólo no es malo, sino que ha sido querido por el Creador; no es algo "permitido" a nuestra debilidad sino impuesto por la naturaleza. Así creó Dios al hombre adámico; fue el pecado lo que introdujo el desorden del apetito y el goce natural dejó de obedecer a la razón.
Pero no es la intensidad del placer, ni su carácter carnal lo que lo hacen malo, sino él descontrol de la concupiscencia. El puritanismo se presenta, pues, como una aspiración a una pureza angélica. Pero los ángeles no son más puros por ser inmateriales; entre ellos hay demonios.
Renegar de la materia es renegar del Verbo Encarnado. La dignidad de nuestra carne, alcanzada desde su Encarnación, es una dignidad superior a la angélica. Frente a una carne humana, la de la Virgen y la de Cristo, ángeles y arcángeles se postrarán eternamente.
La herejía puritana es una herejía metafísica, de ahí su perversidad. El que fue "homicida desdé el principio" sabe que no hay nada peor para el hombre que corromper su esencia humana: tentándola de ángel pierde divinizarse en Cristo. "El hombre, cuya naturaleza fue asumida por el mismo Dios en su hijo Jesucristo, constituye el punto medio de toda la creación. En él se unen en orgánica unidad, todas las categorías del ser del mundo: materia, plantas, animales, espíritu", dice J. Pieper en su precioso Catecismo del cristiano. Sólo faltaba Dios. Él lo quiso y todo quedó consumado en la unidad de Cristo.

LA TEOLOGÍA MORAL DEL DEMONIO

La teología moral del demonio suele ser puritana. Señalaba Thomas Merton que el demonio ha hecho muchos discípulos predicando contra el pecado. Su teología moral parte de un principio apenas susurrado: "todo pecado es placer". A continuación, como el placer es inevitable y tenemos tendencia natural a él, concluye convenciéndonos de que nuestras tendencias naturales son males —manes de Lutero—, que nuestra naturaleza es mala, en sí. Entonces somos ya sus presas: ¡nadie puede evitar el pecado puesto que el placer es inevitable!
Una natural rebelión gritará desde el fondo de nuestro corazón: "lo que es inevitable: no puede ser pecado". Sólo resta, ya, decidirse a echar por la borda el concepto de pecado y vivir prescindiendo de él. Ya no queda, continúa Merton, sino vivir para el placer, con lo cual este estado es peor que el primero, y de este modo placeres que son naturalmente buenos vuélvense malos por degradación y se desperdician vidas enteras en la infelicidad y la culpa.
El moralismo considera, pues, el placer, como malo o como "permitido". Descarta instintivamente la posibilidad de un placer naturalmente bueno. Ciertos placeres, se piensa; son permitidos en vista de nuestra debilidad, al modo como se permitieron la poligamia o el divorcio en el Antiguo Testamento, como una divina concesión. Hemos escuchado mil veces decir que si Dios ha puesto en el hombre el placer de la comida es para asegurar que nos alimentemos, lo mismo que el placer sexual asegura la perpetuación de la especie. Lo que no es falso, por cierto. El peligro está en que tales afirmaciones escondan una resistencia por lo general irreflexiva, a concebir el placer como un constitutivo intrínseco del acto natural. Se lo reduce a un sobreañadido, impuesto por nuestra malicia. A tal mentalidad le repugna que el placer sea en sí algo bueno y que el dolor, en cambio, constituye un mal, secuela del pecado y contrario al orden de la naturaleza tal como la creó Dios. Si el dolor, después, transformado misteriosamente por Cristo, sacado de su inmanencia de puro castigo, fue convertido en vehículo de gracia y medio de glorificación, tal cosa pertenece a un orden nuevo surgido para nuestra salvación, y es un milagro del amor divino que corrige el mal con mayor bien. Por cierto que es necesaria la pasión para alcanzar la resurrección, hasta que la parusía cree otro orden de nuevos cielos y nueva tierra. La reacción contra el jansenismo nos lo ha hecho olvidar. Es, sí, necesario completar la pasión de Cristo, y no hay posibilidad de restaurar el orden de la naturaleza sin violencia: El desorden de la concupiscencia sólo conoce un remedio, la penitencia. El progresismo ha disminuido a tal punto estas verdades que hizo de la penitencia sólo "metanoia" (conversión), sin darse cuenta que no hay conversión sin mortificación. No hay mística sin ascética. No hay siquiera vida humana sin ascética.
Si ahora, superada la ola progresista, volvemos a descubrir estas verdades, evitemos caer de nuevo en la tentación jansenista. La renuncia al placer, es decir, el sacrificio en general, tiene sentido como ejercicio ascético para lograr el dominio de nuestros impulsos, sean sensibles (animales) o intelectuales (¡la vanidad y el orgullo no son menos pecado de la carne que dél espíritu!), y sobre todo tiene sentido sacrificial, como aquello que se ofrenda a Dios en reconocimiento de su dominio. Aún hay un tercer sentido, más alto, si cabe, el de participación en el Cuerpo Místico de Cristo, de Cristo crucificado.

MORALISMO Y PSICOLOGÍA

Escena de la película: La fiesta de Babette.
El temor obsesivo al placer es típicamente moralista. La psicología habla de mecanismos mentales tales como la necesidad de autopunición. En ciertas neurosis el sujeto suprime lo que le complace por una oscura necesidad de penitencia; esto permite una descarga de la tensión que causan las exigencias del "super-yo". Es fácil sospechar una relación entre tales mecanismos y la manera moralista de considerar el placer, y vincularlos a la "tendencia a la postración ante lo terrible", que observaba Belloc. Hay una natural y sana inclinación del alma a la purificación por el dolor, al arrepentimiento y la reparación de las culpas, tendencia que puede desordenarse.
Psicológicamente, el moralismo parte de, o desemboca en, un desconocimiento de la naturaleza humana. Violenta los procesos psicológicos en nombre de la moral, sin reparar en que ésta se verá arrastrada por la quiebra de aquéllos. Una normal conciencia psicológica es condición indispensable para una recta conciencia moral. No se trata de suprimir toda tensión en el hombre, todo combate. Pero se necesita un mínimo de equilibrio y armonía para cualquier empresa espiritual. El moralismo está siempre dispuesto a sacrificarlos por el afán de asegurar la perfección moral, pensada angélicamente. Esta inaceptación del riesgo lleva a exceder la tensión de las cuerdas psicológicas y así, por prurito de seguridad, se introduce un peligro nuevo, dablemente grave. Es bien sabido que los escrúpulos son fuente de lo que con ellos se quiere evitar. Estos estados forman constelaciones de imágenes fijas, colocando al sujeto en una actitud de obsesiva expectación y aun de malicia, encandilado como está en prevenir "las tentaciones". ¿No es bien conocida esa triste escrupulosidad maliciosa de ciertas personas pías?
La opresión interior provocada por los escrúpulos desata defensas de compensación o desahogo, incluso de revancha, más o menos inconscientes. Lo paradójico es que, a menudo, estos estados del alma se originan en torno al problema de la pureza, y es sabido que la tensión psíquica suele hallar escapes precisamente por vía sexual. De allí, esas imprevisibles explosiones de lujuria en personas de cuya piedad resultaba imposible dudar. Los angelismos exacerban a la bestia y los apetitos suelen disfrazarse de espiritualidad.
Thibon, que tan agudamente ha visto estas cosas, en su "Crise moderne de l´amour" recuerda el estupendo mito de que se vale Platón en el "Timeo" para expresar las relaciones entre sexo y espíritu. La simiente sobrenatural, es decir, la facultad que nos hace capaz de acceder a lo eterno, existe en nosotros a la manera, de un ser viviente. Este ser es, como nosotros, compuesto dé cuerpo y alma; su cuerpo gira en el cerebro a la manera de un astro: sigue estrechamente el ritmo de las revoluciones celestes, ese movimiento cíclico que, el único aquí abajo, reproduce la inmovilidad de lo eterno, y respira por los orificios del cráneo. Mas si a causa de la fuerza de la inercia y de la materialidad de los pensamientos, el movimiento de rotación del cerebro no lo arrastra más, cae en la columna vertebral y allí la necesidad de respirar lo empuja a los órganos sexuales de donde quiere salir para vivir. Pero no puede hacerlo más que por la emisión del semen en el hombre y el parto en la mujer. Así, la perpetuidad remeda lo eterno: lo sexual es lo espiritual degradado. Antes de Freud, Platón había notado este carácter anárquico de la sexualidad en relación a la persona espiritual. Thibon señala a continuación que "todo lo que hay de verdadero en Freud sobre la represión de la libido y etiología de las neurosis (...) está ya contenido en germen en Platón, con la diferencia de que Platón explica el fenómeno sexual partiendo del espíritu, mientras que Freud tiende sin cesar a explicar las cosas del espíritu a partir del sexo". La misma diferencia de interpretación se encuentra a propósito de los fenómenos llamados de sublimación. Pero lo innegable es que la relación existe.
El hombre, pues, ni ángel ni bestia. Tampoco un ángel unido a una bestia. Las relaciones entre cuerpo y alma son las de dos partes de un solo ser, no las de dos seres. Las relaciones entre espíritu sexo son tan íntimas y estrechas como las que puedan tener dos porciones de algo que soy yo mismo. "Yo mismo" es mi ser cuerpo y mi ser espíritu, y mi "yo" fundamental los asume.
Nuestra animalidad es racional y nuestra razón carnal. Nuestra sexualidad está traspasada de espíritu. Por eso puede corromperse. Y él espíritu degradarse. A la bestia y al ángel no les puede pasar nada de todo esto. El pobre Joseph, de Moira, de Julien Green, siente estallar en pedazos su superestructinra espiritual puritana por la fuerza de lo qué su carne desea y él odia. Su cuerpo salta vorazmente, por debilidad, sobre la carne ansiada, y su espíritu destruye con la misma fuerza, por odio, lo que lo degrada. El ángel que se le enseñó a querer ser, prefiere el infierno a la humillación de la carne.
No acepta la condición humana. Por eso, después del pecado, Joseph mata con la misma desesperada ansia el cuerpo que recién poseyera, i : .
El odio de Joseph fue más fuerte que el deseo, porque el pecado del espíritu es más terrible que el pecado de la carne. Por los pecados del espíritu se entra al mundo sin esperanza de lo que el mismo Dios misericordioso no puede perdonar. [Nota del autor: “No obstante, no nos engañemos: en el hombre no hay pecados puros, del espíritu y de la carne. Lo que sí, las proporciones pueden ser muy desiguales. Que no confíe, pues,: en la debilidad, de su come el pecador carnal para conseguir misericordia; porque esa presunción es ya pecado, del espíritu.”]. La intuición de otro artista, el autor de Los cipreses creen en Dios ha captado certeramente el peligroso juego que se entabla entre el espíritu y la vida. El desenlace de las penurias de un muchacho en un seminario español de ambiente puritano, es una caída sexual. De nuevo la trágica paradoja: tal vez esa pureza se hubiera preservado de no haber sido ahogada por una sobrecarga de tensiones moralistas.
El huracán de la carne suele desencadenarse justamente en los momentos de tensión espiritual. Como en las famosas tentaciones de San Antonio. A la carne, enemigo del alma, es mejor no presentarle combate de frente; con ella más vale la habilidad que la fuerza. El moralismo, tanto es su miedo, desearía tenerla aherrojada y en tal afán encontraron muchas almas su perdición.

ESPÍRITU Y VIDA

El hombre, ese magnum miraculum, reúne el prodigio de una confluencia cósmica: espíritu y vida. En la delicadísima trama de ese encuentro, el pecado introdujo el conflicto. La corrupción de algo tan óptimo, fue pésima. La delicada estructura de este alarde creador resultó herida para siempre, y sus relaciones se hicieron de una dificultad insuperable. Pero ese mismo conflicto, ese desgarramiento, por la bondad de Aquel que sabe sacar bien del mal, se convierte en posibilidad y medio de salvación. El conflicto del espíritu y la carne que proviene de la debilidad de uno y de otro y no del hecho de una unión entre el espíritu y la carne, se transforma así en el potente trampolín de la elevación del hombre. Pero, como advierte Thibon, puede también desembocar en la ruina común si se lo lleva más allá de ciertos límites o si se lo erige en absoluto, como hacen el maniqueísmo y en general los dualismos moralistas. Thibon utiliza una imagen sugestiva. El espíritu del hombre se cierne sobre las aguas de su vitalidad; si éstas se desbordan, el esquife del espíritu corre el riesgo de ser arrastrado y roto y este peligro justifica las prácticas ascéticas, cuyo objeto no es otro, en sí, que hacer navegables al espíritu las aguas de la vida. Ascetismo es, pues, la conducción rigurosa de lo sensible por lo espiritual.
No hay vida realmente humana sin ascetismo. Pero —nos advierte Thibon— una cosa es encauzar un río y otra secarlo. El ascetismo que se erige en fin de sí mismo y adopta las formas de odio a la vida, "trabaja a la par por el agotamiento del espíritu". "Muy alta, el agua lleva a la barca al naufragio, la encalla en la arena".
Pero no termina ahí. Esta guerra puede alcanzar complejidades infinitas, "Todavía hay algo peor que esta opresión y mecanización de la vida por el espíritu, engendradora por rebote del formalismo de éste: la falsificación de los valores espirituales y la contaminación del espíritu por las energías vitales reprimidas". Las morales, las costumbres o los ideales "que niegan a la carne y al yo individual sus derechos legítimos, no solamente agotan la vida, sino que la pervierten". "Tras de la podredumbre de un Rousseau está la inhumana rigidez de un Calvino".

lunes, 24 de junio de 2013

Jansenismo y progresismo (1)



Presentamos hoy a nuestros lectores la primera parte de un artículo del profesor argentino Abelardo Pithod. Es importante notar que se trata de un trabajo publicado en 1967. En una primera lectura, pudiera pensarse que sus reflexiones carecen de actualidad. Ya no quedan rigoristas en la Iglesia. Sin embargo, si se observa con atención la realidad del tradicionalismo, debe reconocerse que el rigorismo puede volverse una tentación próxima para algunos. En los Estados Unidos, por ejemplo, no es raro encontrarse con católicos tradicionales que asumen criterios de raíz puritana propios de su entorno cultural. En casos extremos, este rigorismo se integra en fenómenos sectarios. Y como nada violento es durable, el resultado previsible es el quiebre moral o psíquico de quienes adoptan estos planteamientos.

*N. de R.: Habilitaremos los comentarios con la última parte del artículo. Vale la pena que se lo lea completo.


JANSENISMO Y PROGRESISMO.
Por Abelardo PITHOD.

el moralismo tampoco ha perdonado al mundo católico:
apenas se termina en nuestros días la liquidación del jansenismo”.
Gustave THIBON

UNA HISTORIA SIN FINAL FELIZ

Para aquellos que, habiendo sido formados cristianamente, cuentan hoy más de treinta años, la primera parte del presente trabajo servirá simplemente de recordatorio de algo que, de seguro conocen bien y por propia experiencia. Para los más jóvenes quizá sea nada más que historia, historia reciente pero terminada. Sin embargo la conclusión de esta historia (si en verdad está concluida) no parece haber sido feliz. Tuvo una derivación en nuestro presente inmediato, de signo aparentemente contrario, pero con la continuidad de aquello contra lo que se ha, sí, reaccionado, pero no superado.
Por eso a unos y otros, a jóvenes y no tan jóvenes, se nos hace indispensable volver hoy sobre aquella página de la historia cristiana, rastrear sus orígenes, darle una interpretación que permita alcanzar, mediante una exacta conciencia de lo que nos está pasando, una superación auténtica de lo que nos pasó. Porque, no debemos engañarnos en esto, el moralismo o el jansenismo fue desplazado en un proceso de reacción puramente dialéctica y por eso puede volver. Nuestro trabajo podrá desembocar en el análisis de este proceso reactivo, pero antes tendrá que desentrañar las raíces viejas, y aun los brotes nuevos del mal, para hacer inteligible este "efecto de rebote".
Necesitamos recrear, primero, la atmósfera espiritual que venimos llamando moralista o jansenista, y que ha producido la actual reacción. Posterguemos por un momento las precisiones terminológicas y doctrinarias. No son, como veremos, lo que más interesa para la comprensión inicial del problema.
Intentemos más bien instalarnos psicológicamente en aquel clima espiritual, en la conciencia que plasmó, seguir el curso intrincado de las actitudes que alimenta y las motivaciones que lo agitan. Las extremosidades del puritanismo y toda la suerte de formas que ha asumido en la historia del propio cristianismo, resultan un tema demasiado amplio.
Nos limitaremos a tomar ejemplo, aquí y allá, buscando una representación en la que lo histórico estará casi exclusivamente al servicio de lo psicológico.

CÓMO SUCEDIÓ AQUELLA HISTORIA

Después del gnosticismo maniqueo de los primeros tiempos, la cristiandad vuelve a conocer un impresionante rebrote de estas tendencias con el movimiento albigense. Fue, dice Belloc, "una perversión particularmente vil, maniquea, (o, como decimos hoy, puritana)...”. En las postrimerías de la Edad Media, inmediatamente antes de la Reforma, se repite el fenómeno. Es curioso que la misma expresión de Belloc, "religión del temor", sea usada por un teólogo protestante de fines de siglo, el Rev. T. M. Lindsay, para aludir al clima religioso en que se crió Lutero. Lindsay cree ver una de las raíces de la rebeldía del Reformador en su reacción contra tal clima. De todos modos esta reacción resultaría estéril y hasta contraproducente, conforme lo demuestra la ola de puritanismo que poco después desencadena la Reforma, tras los primeros momentos de aparente "liberación". El protestantismo, particularmente calvinista, influirá sobre el mundo católico a través del jansenismo que tiene originalmente carácter también reactivo.

Jansenio y sus seguidores reaccionan contra los excesos molinistas de cierta teología jesuita. El jansenismo, proteico e irreductible, trasmitirá algunos de sus rasgos al modernismo, que es también reactivo pero continuador. Dichos rasgos se prolongan hoy en esa especie de "contra-contrarreforma" que es el progresismo. La tesis fundamental del presente trabajo es ésta, justamente. Que el progresismo se constituye hoy como el heredero de una tradición de la que desea sacudirse, pero, a tal punto "condicionado" por ella, que no logra superarla. La mala herencia de la que cree renegar, es de tal manera su razón de ser que no ha podido sino cambiar, acentuando, los rasgos caricaturescos del verdadero cristianismo.
En esta cadena podemos estar ahora corriendo el riesgo de otra reacción jansenista. Esperamos poder mostrar que estas afirmaciones son tan ciertas como pueden parecer de entrada paradójicas. Pero detengámonos todavía un momento en el jansenismo. Su espíritu, como nos advertía Thibon, alcanza nuestros días. Jean de la Varende en su novela El centauro de Dios ha mostrado su fuerza rediviva en la Francia de la segunda mitad del siglo pasado. En una descripción que nos servirá para adentrarnos en la atmósfera psicológica que rastreamos, hace así el retrato de un personaje típico de aquel medio religioso, un cura rural: " …su debilidad se revela por una boca incierta, que tartamudea tanto en la emoción como en la cólera. Cuando llegue a viejo morirá de escrúpulos; la idea de que una partícula de la hostia quede olvidada durante la misa, lo pondrá en la imposibilidad de celebrar, lo conducirá a una especie de demencia". "El abate abandona pronto el amor, donde su alma no encuentra apoyo bastante firme, y se lanza a los castigos amenazando a las generaciones hasta la séptima".
"La religión en Normandía, —prosigue de la Varende— en esta época, no se explica sino por una supervivencia del jansenismo y uno de sus últimos sobresaltos". "La secta austera de jansenismo presentaba al espíritu no se qué idealismo de hierro que extasiaba a las almas endurecidas; el alejamiento de toda facilidad, y, a fuerza de vivir en lo absoluto, el desdén de la práctica, el gusto por las soluciones fuertes, las condenaciones, atracción por lo excepcional y la fatalidad melancólica de la gracia. Ese renuevo de jansenismo fue el retardado romanticismo de la Iglesia".
"Estamos frente al tipo religioso y al clima espiritual que buscábamos. Nosotros también los conocemos: rigurosos, formalistas, descarnados —hubiéramos escrito desencarnados—, pero, también, sinceros y rectos como verdaderos ministros del "más allá". Desconfiados del amor, optan por el miedo. Tras sí van dejando a los que desesperan de tanto rigor: "No obraron como prosaicos, sino como poetas de lo sobrehumano; sus enseñanzas alcanzaban alturas donde los mejores dispuestos confesaban "Es imposible llegar". "Más vale no ir a escucharles". He aquí las reacciones de las buenas gentes que nos rodeaban. Sus pastores las descorazonaban. ¿La prueba? El vacío de los actuales templos (segunda mitad del siglo), que no son sino una tercera parte de las Iglesias que existían en 1830. Prefirieron no reflexionar, ni aun en esa dispersión que es la plegaria, pues la condenación os esperaba a cada vuelta del pensamiento; y sin la oración, la fe se escapa lentamente del ser; la fe no se retiene sino con las manos juntas".
La situación que nos pinta de la Varende no es inédita. Volvamos a Lutero. El ambiente en que se desarrolla su niñez es similar; los tormentos de esos años le durarán siempre, incluso después de la "liberación". El pequeño Martín temblaba al entrar a la Iglesia parroquial al enfrentarse con la imagen de Cristo Juez. "La religión del terror se había apoderado por completo de su imaginación", afirma Lindsay. Cuenta la impresión que le causó, adolescente, un cuadro expuesto en Magdeburgo que "fue su pesadilla durante muchos años". Se trataba de un retablo que representaba así el negocio de la salvación humana: Un mar proceloso, agitado por la tempestad; lo navega una barca y a bordo el Papa, los obispos, sacerdotes y religiosos. Alrededor de la embarcación ahogándose unos y debatiéndose el resto, se hallan los simples laicos, a quienes los eclesiásticos que acaparan la nave arrojan cabos para rescatarlos del seguro hundimiento. Ni un solo eclesiástico se veía en el agua, se apresura a decir Lindsay, ni un solo hábito clerical. Viceversa, ningún seglar hallábase a seguro.

LA HISTORIA SE REPITE


No pudimos dejar de sonreímos con la anécdota y ante la indignación del biógrafo... sobré todo que nosotros habíamos oído, si no visto, la misma imagen, utilizada por algunos de nuestros maestros religiosos cuando nos hablaban del mundo y sus peligros o de las ventajas del estado clerical. No necesitábamos remontarnos, pues, a aquel turbulento siglo XV. Pero Lindsay, cediendo a sus inclinaciones protestantes, interpreta la anécdota haciendo excesivo hincapié en lo que puede mostrar de "clericalismo". Creemos que se trata de algo más hondo y al mismo tiempo más sutil. En ambas situaciones, la de nuestro recuerdo y la de Lutero, se trata de una de las típicas actitudes puritanas, de evidente raigambre maniquea: la subrepticia identificación de lo profano, de lo laico, con el "mundo" como enemigo del alma; de lo natural como lo enemigo de lo sobrenatural. Sabemos de la actitud tradicional de muchos religiosos, de duda práctica respecto de las posibilidades de salvación de aquellos que "se quedan en el mundo". De aquí a -la idea calvinista de la predestinación de ciertos elegidos que coincidentemente son, por supuesto, ellos mismos, no hay más que un paso. Puede ser ésta más una actitud práctica, como decimos, que una formulación explícita de doctrina. Sin embargo, en tales disposiciones del espíritu religioso resuenan las temibles ideas del maniqueísmo de todos los tiempos:el mundo material es insanablemente malo. Sin llegar a la blasfemia maniquea de ver la Creación material como una degeneración de Dios, se aleja tanto, no obstante, naturaleza y sobrenatural, se resiste tanto de hecho a la verdad central de la Encarnación, que la creación queda convertida casi en un fracaso de Dios. La criatura indigna del Creador, corno si el pecado hubiese alcanzado su misma esencia. La vida material, he aquí el principio del mal.
Nos quedaríamos, pues, cortos si interpretáramos el retablo de Magdeburgo como un caso de simple clericalismo. Víctima de aquel espejismo, Lutero parece haber entrado en la vida religiosa menos atraído vocacionalmente que arrastrado por su temor a la condenación.
Retornemos a nuestra experiencia, que es la de muchos cristianos. Recordemos aquellos internados religiosos: años de nuestra niñez que quedaron definitivamente marcados por ellos. Oíd esta descripción: ¡Aquella tristeza de la vida de piedad! Postrimerías y novísimos, exámenes de conciencia y confesiones y nuevos exámenes, rondados siempre por la predestinación y el temor a la infidelidad, frente a una gracia sin retorno. ¡Aquella tristeza sin 'consuelo de "los días de retiro"! ¿Cómo escapar al Dios celoso? Este fue uno de aquellos pequeños seminaristas que alguna vez habremos visto pasar, el pelo cortado al rape, en largas filas silenciosas, la vista baja, por las calles de algún pueblo. El peso de la tradición monástica sobre niños de ocho, diez, once años, una tradición sobrecargada y deformada. Niños que pasaban sin solución de continuidad de la alegría de la sobremesa familiar y el beso materno antes de ir a la cama, a los fríos dormitorios semicastrenses del seminario, sumidos en largos recogimientos claustrales; nada de todo esto, uno a uno; estaría decididamente mal. Pero todo junto, ¡qué espíritu revela! No nos sorprende que muchos no hayan podido ver nunca más el gozo tras el cristianismo. ¡Cuántos arrastraron a contrapelo estas presiones sin animarse a escapar, porque, ay de los que, puesta la mano en el arado miran hacia atrás! ¡Y cuántos, más débiles, arrastrarían para siempre los jirones de una mala conciencia porque no se animaron a seguir! No, evidentemente todo esto no estaba dentro del orden luminoso del catolicismo. En tal perspectiva comprendemos muchas reacciones exageradas. Comprendemos el resentimiento que esconden "¿De qué tienen rabia?", nos decía alguien que contemplaba de afuera las últimas rebeldías en el ámbito de la Iglesia.
Aquella atmósfera no era exclusiva, ciertamente de los seminarios o internados. También podía alcanzarlo a uno en el mundo. En el colegió, en la parroquia, en la propia casa. ¡Esos hogares bien burgueses y bien jansenistas!
El principal campo de batalla era, naturalmente, el sexto mandamiento. Se había vuelto tan importante que los otros languidecían a su sombra. El nombre mismo de ciertas virtudes se había olvidado. ¿Quién predicaría sobre la magnanimidad? ¿Quiénes repararían en los pecados de pusilanimidad de la conciencia timorata? Una actitud formalista y negativa (olvidada de que existe la omisión) daba la tónica de la vida interior. No es que se pensara en negar explícitamente el amor como ley primera, pero se lo vaciaba de contenido, entendiéndolo mejor como un "cumplimiento" que como donación y entrega. Con este escamoteo se invertían los términos del "ama et fac quod vis" agustiniano.
La desconfianza instintiva respecto del amor hacía que la vida espiritual se concibiera como una empresa en la que el principal actor era el sujeto. Este miedo desconfiado los constituía en celosos guardianes de un jardín interior al que había que desbrozar escrupulosamente; en él se pasearía un Cristo celoso también y lejano. ¡Qué peso para un hombre solo, para sólo un hombre! Era la inversa de la imagen del Jardinero Divino que va cultivando con su Gracia el erial interior y a Quien, más que ayuda, debemos ofrecerle disponibilidad.
Esta idea trajo la evolución que a fines del siglo vino a producir la pequeña Santa, Teresita de Jesús, pero que no triunfó en toda la línea. Unos la desconocieron, otros la usaron para sus propios fines.

jueves, 20 de junio de 2013

Sobre las elecciones papales


Nueva ilustración sin ánimo de irreverencia.
Ofrecemos la traducción de unas páginas del cardenal Charles Journet, tomadas de La Iglesia del Verbo Encarnado es un tratado. Como el tratado se escribió en 1958, el autor trata los aspectos canónicos implicados de acuerdo con las normas vigentes en tiempos de Pío XII.

V. Validez y certeza de la elección.- La elección, hace notar Juan de Santo Tomás, puede ser inválida si se realiza por personas no aptas, o cuando se realiza por personas idóneas, podría fallar por defecto de forma o recaer sobre un sujeto inepto, por ejemplo, un demente o un no bautizado.
Pero la aceptación pacífica de la Iglesia universal que se une actualmente a tal elegido como al jefe a quien se somete es un acto donde la Iglesia compromete su destino. Es, pues, un acto de suyo infalible, e inmediatamente cognoscible como tal. Consecuentemente y mediatamente, resultará que todas las condiciones prerrequeridas para la validez de la elección se han cumplido.
La aceptación de la Iglesia se produce sea negativamente, cuando la elección no es impugnada en seguida; sea positivamente, cuando la elección primero es aceptada por los que están presentes y progresivamente por los demás. Cf. Juan de Santo Tomás, II-II, q. 1 a 7; disp. 2, a. 2, nº 1, 15, 28, 34, 40; t. VII, pp. 228 y siguientes.
La Iglesia posee el derecho a elegir al papa y por consiguiente el derecho a conocer con certeza al elegido. Mientras persista duda sobre la elección y el consentimiento tácito de la Iglesia universal no venga a remediar los posibles vicios de la elección, no hay ningún papa, papa dubius, papa nullus. En efecto, hace notar Juan de Santo Tomás que mientras la elección pacífica y cierta no sea manifiesta, la elección se considera todavía en curso.
Y así como la Iglesia no tiene pleno derecho sobre el papa ciertamente elegido, no obstante, sobre la elección misma, puede tomar todas las medidas necesarias para hacerla terminar. La Iglesia puede, pues, juzgar acerca del papa dudoso. Es así, continúa Juan de Santo Tomás, que el concilio de Constanza juzgó a tres papas dudosos antiguos, entre los cuales dos fueron depuestos y el tercero renunció al pontificado. Loc. cit., a. 3, n. 5 10a 11; t. VII, p. 254. Para precaverse de todas las incertidumbres que pueden afectar la elección, la constitución Vacante Sede Apostolica [25.XII.1904] le aconseja al elegido no negarse a un cargo que el Señor le ayudará a desempeñar (n. 86); y estipula que inmediatamente después de que la elección canónica se ha consumado, el cardenal decano debe pedir en nombre de todo el Sacro Colegio el consentimiento del elegido (n. 87). El consentimiento otorgado por el elegido -si es necesario, dentro de un plazo fijado por la prudencia de los cardenales y con mayoría de votos-, lo constituye por ese acto en el verdadero papa, que posee actualmente y puede ejercer la jurisdicción plena y universal (n. 88).
VI.- Santidad de la elección.- No queremos decir por estas palabras que la elección del papa se hace siempre con una asistencia infalible, ya que hay casos en los cuales la elección es inválida, permanece dudosa, o queda en suspenso. No queremos decir tampoco que el mejor sujeto será necesariamente elegido.
Queremos decir que, si la elección es válida (lo que, en sí, siempre es un beneficio), aunque resultara de intrigas e intervenciones lamentables (lo que es pecado, permanecerá como pecado delante de Dios), estamos seguros de que el Espíritu Santo que, más allá de los papas, vela de manera especial sobre su Iglesia, utilizando no sólo el bien sino además el mal que pueden hacer, puede querer, o por lo menos permitir, esta elección para fines espirituales cuya bondad se manifestará a veces sin tardar en el curso de la historia o bien permanecerá secreta hasta la revelación del último día.
Señalemos este pasaje de la constitución Vacante Sede Apostolica:
«Es manifiesto que el crimen de la simonía, detestable ante del derecho divino y humano, ha sido absolutamente condenado en la elección de un Romano Pontífice. Nos lo reprobamos y condenamos nuevamente, y establecemos para sus culpables la pena de la excomunión ipso facto. Sin embargo, dejamos sin efecto la disposición por la cual Julio II y sus sucesores invalidaron las elecciones simoníacas (¡Dios nos libre!), a fin de apartar todo pretexto de impugnar la validez de la elección de los Romanos Pontífices». La constitución De sede apostolica vacante, de Pío XII, del 8 de diciembre de 1945, aporta algunas modificaciones y complementos de orden canónico a la constitución de Pío X.
Journet. P. L'Église du Verbe Incarné, Essai de théologie spéculativeEd. Saint-Agustin, 1998. Vol. I. P. 977 y ss.

lunes, 17 de junio de 2013

Antifariseísmo farisaico

Publicamos este breve escrito de un monje de la Iglesia de Occidente que bien puede ser introducción y necesario complemento de Cristo y los fariseos, uno de los mejores libros del P. Castellani disponible  aquí.

Hoy, que sabemos que “los malos del Evangelio” son los fariseos (y no los publicanos y prostitutas) nos puede ser de provecho detenernos en el primero de los versículos del Evangelio de este domingo. Para notar que Jesús se sienta a comer con estos malos. Y lo hace con el profundo deseo de que tal comida sea fuente de conversión de estos malos.
Una vez invertida la tabla de quién es bueno y quién es malo, curiosamente nos ha quedado a veces en la Iglesia un “nuevo fariseísmo” que es el anti-fariseísmo farisaico. Si me permiten el ocho.
Vale ser bueno, abierto, paciente, condescendiente, afable, misericordioso, clemente con prostitutas, con ateos empedernidos, con drogadictos y borrachos, etc., etc. pero ay de que alguien pagado de sí, ay de que alguien altanero, arrogante, legalista, estrecho, hipercrítico ose querer acercarse a nuestras mesas, a nuestras asambleas, a nuestra Iglesia.
Somos tiernos con el pobre; somos implacables con el rico altivo y soberbio. En definitiva —sin formularlo así, claro— somos clementes con el pecador de menudencias, pero ahora que sabemos cuál es el pecado gordo, el pecado serio, el pecado más tremendo: pues con quienes muestren signos de portar esa lepra: ¡ni el saludo!
Olvidamos que la imagen que nos devuelve el espejo de un mal, es otro mal. El bien no es su versión espejada sino su contrario. Golpeándonos el pecho, desde el correctísimo último banco, rezamos a Dios dando gracias por no ser como ése, como ese católico duro y arrogante, sentado adelante.
Hoy abunda en nuestra Iglesia este anti-fariseísmo farisaico. Es hora de desenmascararlo, pues en verdad no son (o somos) más que fariseos vestidos con piel de publicanos. Como —vaya paradoja— hay tanto publicano debajo de la leprosa piel farisea…
Por eso viene bien el comienzo de este Evangelio: Jesús fue a comer a casa de un fariseo. ¿Lo entenderemos?



jueves, 13 de junio de 2013

Cismanía neocon




Una vez publicamos una entrada sobre la torquemaditis, un defecto en virtud del cual se pretende hallar herejías por todas partes. Un error que resulta frecuente en algunos tradicionalistas.
En el universo del neoconservadurismo eclesial nos encontramos con la cismanía, por la cual se tiende a calificar de cismáticos actos o personas que en verdad no lo son.
En primer lugar, existe la resistencia que es moralmente legítima y debida. El resistente se niega a obedecer un mandato inmoral por lo que, en apariencia, desobedece a la autoridad civil o eclesiástica. Sin embargo, en la resistencia no hay desobediencia a la autoridad humana sino obediencia a la autoridad divina. La conducta del resistente puede parecer desobediente, e incluso cismática, pero en rigor no es tal.
En segundo lugar, hay una conducta que es desobediencia y no ya resistencia. El desobediente no acata un mandato que es honesto. Objetivamente, la desobediencia es una falta moral. Sin embargo, “se deja de estar en comunión con la Iglesia por el cisma, y no por disensiones menos radicales” (Thils). Vale decir que hay un espectro de conductas que son desobediencias no cismáticas. La Iglesia es santa pero está compuesta de pecadores y en toda su historia ha habido desobedientes, así como otras clases de pecadores, que no por ello dejan de pertenecer a la Iglesia visible.
En tercer lugar, el cisma es una separación de la unidad de la Iglesia universal, manteniendo la verdadera a fe. La unidad de la Iglesia ofrece dos aspectos: la unión de los fieles entre sí (vinculo de caridad) y la unión de los miembros con su cabeza (vínculo de obediencia); la falta de uno de estos aspectos constituye el pecado de cisma, pero prácticamente superado el momento inicial los dos elementos coinciden, por lo que los teólogos, a ejemplo de Santo Tomás, ponen el cisma entre los pecados contra la caridad como infracción de la paz entre los fieles. El cisma de suyo puede existir sin herejía, siendo una mera separación de hecho por rebelión, sin negar la autoridad del Papa, pero en la práctica entra también la herejía cuando se llega a negar de derecho el dogma de la supremacía y de la infalibilidad del Papa.
Es necesario distinguir el cisma como pecado del cisma como delito, que requiere precisos elementos objetivos y subjetivos (cfr. CIC, c. 751). Si no se dan esos elementos, no puede hablarse de cisma en sentido propio. Es de resaltar que el hecho de que la legislación canónica no prevea sanción por la violación de alguna norma, no significa que la violación de la norma no sea moralmente responsable. Pues el orden moral es mucho más amplio que el orden jurídico penal. Por lo demás, la Iglesia sanciona con penas muy cautelosamente. De hecho la Iglesia sólo recurre a la pena como a un remedio extremo.
La cismanía de los neoconservadores eclesiales tiende cebarse con la FSSPX. Porque ignoran o no quieren saber que la remisión de las excomuniones realizada por Benedicto XVI canceló el débito en beneficio de los reos. Además, se olvidan que por su naturaleza intrínseca de pena canónica la excomunión, más que crear una situación de ruptura, la constata; y exige un restablecimiento cuando la situación de autoexclusión ha cambiado. Vale decir que si el Papa decidió remitir unas excomuniones, ello implica que a su juicio hubo un cambio de la situación que motivó las sanciones. Diferentes aspectos presenta la suspensión, porque ésta se refiere no a una función inmediatamente salvífica para el individuo, sino a una responsabilidad social activa y a un ministerio que no es inherente a la constatación de una buena disposición subjetiva sino a la habilidad para el ministerio. El restablecimiento en la función ministerial específica de los obispos, sacerdotes y diáconos de la FSSPX (hoy, suspensos y acéfalos) no es consiguiente a su mera conversión, sino a la positiva existencia de un complejo de circunstancias sociales que a juicio de la autoridad hagan aconsejable restablecerlos en el pleno ejercicio del ministerio. Por lo que resulta claro que la existencia actual de las suspensiones de los clérigos de la FSSPX no significa, como parecen suponer algunos neoconservadores, que para la autoridad su situación de hecho respecto de la comunión eclesial es idéntica a la anterior a la remisión de las excomuniones.
Es difícil conocer las motivaciones de este encarnizamiento. Tal vez una sea el puritanismo eclesial, de raíces heterodoxas, fundado en doctrinas rigoristas que pretenden excluir a los pecadores de la Iglesia. Otro motivo puede ser la creencia inconsciente en una superioridad moral que habilita a levantar el dedo acusador de parte de católicos que se jactan de su profundo sentire cum Ecclesia y que sin embargo es poco coherente con una aceptación íntegra de los criterios ecuménicos del Vaticano II. Se “tiene la impresión de que nuestra sociedad tenga necesidad de un grupo al menos con el cual no tener tolerancia alguna; contra el cual pueda tranquilamente arremeter con odio.” (Benedicto XVI). Por último, en algunos casos, pocos, cabe conjeturar sobre una disposición psíquica cuasi infantil, que los impulsa querer distanciarse de esa “chusma” tradicionalista.

lunes, 10 de junio de 2013

Defensa de la niñez



DEFENSA DE LA NIÑEZ
Por Ignacio B. Anzoátegui

No, my dear; la niñez no es ese período oficialmente bobo de la vida del hombre durante el cual —superada la lactancia— las madres confían a sus hijos al cuidado de una niñera gallega o de una miss o de una fräulein o de una mademoiselle (como se llama a las gallegas originarias de Inglaterra o de Alemania o de Francia) para descargar sus maternales conciencias de los posibles sobresaltos que proporciona a las personas mayores la cotidiana inconsciencia infantil.
No, mi querida lady Grace. La niñez es probablemente el más respetable estado de la vida humana: el más respetable y el menos respetado estado de nuestra vida.
Porque nadie sabe respetar a la niñez.
Para el mundo de los adultos, el niño es siempre un pequeño delincuente. Es ya un pequeño delincuente en potencia, al que —por si acaso y para ir ganando tiempo— se le rapa como a un penado, ya un pequeño ex delincuente, al que, después de ficharlo, se lo somete a la tutela de la puericultura, que es algo así como el Patronato de Liberados de la niñez.
En realidad, el niño es un problema. Pero no es un problema creado por él sino por la sociedad de los mayores. Y es un problema social porque empieza siéndolo familiar.
Es un problema familiar, porque el niño —como todo elemento indispensable a un grupo— molesta en la familia. Molesta precisamente por eso: porque sin él la familia no sería posible; porque sin él la familia no sería un ordenamiento; porque el niño es Su Majestad el Niño, y toda Majestad es, por indispensable, incómoda.
De ahí que procure asegurarle contra todos los riesgos —no sólo por razones sentimentales sino también por elementales razones de propia conservación— y de ahí, además, que frecuentemente delegue esa tarea en personas ajenas a ella misma.
Porque la familia —que no puede eliminar al niño sin eliminarse— trata al menos de quitárselo de encima.
Tal es el origen real de la institución de las gallegas de cualquier nacionalidad y el de la institución del kindergarten (cuya traducción sincera sería "alivio de la familia").
Pero la niñez cuenta con otro auxiliar, cuyos servicios nadie contrata, sino que los adquiere el niño por derecho de nacimiento.
Como usted sin duda lo habrá adivinado, me refiero al Angel de la Guarda.
El Angel de la Guarda pertenece a un cuerpo especial dentro de la milicia angélica.
No es ni el ángel guerrero —de esos que, con San Miguel al frente, desataron contra Luzbel la primera blitzkrieg de la historia—, ni el ángel oficial de justicia —como aquel que desalojó a nuestros primeros padres del Paraíso Terrenal—, ni el ángel embajador extraordinario —como aquel de la Anunciación—, ni ninguno de tantos otros ángeles que en ambos Testamentos, luego de asustar al hombre, le dicen: "No temas", para terminar encomendándole una dificilísima misión especial.
El Ángel de la Guarda es el ángel paracaidista que, tras la particular cigüeña portadora de cada uno de nosotros, se deja deslizar por la chimenea para hacerse cargo de nuestra alma.
Es el ángel adscripto a nuestro destino, nuestro ángel secretario privado, o, mejor quizá, nuestro ángel guarda-espalda, conocedor consumado del cúmulo de peligros que la infancia reúne y renueva constantemente para sí. Niñero y trapecista, preceptor y bombero, su actividad es ilimitada, como lo es la imaginación infantil.
Nadie sino él sabe respetar a la niñez. Sólo él sabe galoparle al lado y adelantársele cua
ndo es necesario (que es el único sistema de educación realmente educativo). Sólo él conoce los derechos del recién nacido —el derecho de que no lo envuelvan como un bicho canasto, el derecho de que no le fajen los brazos, el derecho de llorar porque sí, el derecho de desvelarse y de desvelar, y, como éstos, todos los otros derechos que, sin ninguna otra razón atendible, se reconocen a los mayores—; sólo él respeta los derechos del impúber —el derecho de caerse de la cama, el derecho de interrumpir una conversación, el derecho de no querer comer, el derecho de no querer estudiar, el derecho de fumar, el derecho de decir malas palabras y, como éstos, toda la serie de los otros derechos que tampoco sin ninguna otra razón atendible, se reconoce a los adultos.
El Ángel de la Guarda está solo en su divina tarea; solo, pero con la mejor compañía, que es la compañía de la niñez.
Todos hemos sido niños y todos nos comportamos con ellos como niños venidos a más, en permanente estado de desconocimiento de los derechos de su personalidad.
Les consentimos lo que no podríamos consentirles y les negamos lo que no deberíamos negarles. Les consentimos que se apoderen de un muñeco de su hermano —el único bien, acaso, de su hermano— y ponemos el grito en el cielo cuando descubrimos que se han apropiado de un insignificante billete que hallaron, entre muchos, en nuestra cartera. Y el niño que se apodera de aquel juguete despoja a su hermano de toda su fortuna, mientras el que se apropia de uno de nuestros pesos nos despoja de uno de tantos de nuestros pesos. Proporcionalmente considerados, el primero es un ladrón vocacional y el segundo es un humilde ratero ocasional. Y, considerados socialmente, el primero es un asaltante y el segundo es un heredero apresurado. Y, sin embargo, frente al hecho del primero, sólo nos preocupa la idea de consolar al desposeído, mientras frente al hecho del segundo nos atenaza la visión pavorosa del hijo recluido en el presidio de Alcatraz.
Es que todos nosotros hemos olvidado la realidad de la niñez y su misterio.
Desde lo alto de nuestros años, asistimos a ella como al desenvolvimiento de un tipo de animalidad distinto e inexplicable.
Y el niño es inexplicable porque no queremos explicárnoslo; más aún, porque no queremos entrar en explicaciones con nosotros mismos, porque no queremos recordarnos niños, porque no nos atrevemos a enfrentarnos con nuestra propia naturalidad perdida y confesarnos traidores a ella, porque no nos atrevemos siquiera a mirar hacia atrás para ver qué se hizo de nuestro yo-niño que dejamos perdido en el bosque de los sueños; porque nosotros los mayores somos la representación de la cotidiana cobardía grotescamente satisfecha de solemnidad.
El niño no es, en cuanto ser, distinto del hombre; en todo caso, es éste el que es distinto del niño: porque, en general, el hombre es un niño fracasado, un tránsfuga de la niñez, a la que traicionó por unas pocas monedas de suficiencia.

El niño es el hombre en su propia naturaleza. Es la perpetua renovación del hombre-Adán, en quien se repite, con la pérdida de la niñez, la Caída y la consiguiente expulsión del Paraíso.
El niño es el renovado colaborador de Dios en la tarea de la Creación. El es quien descubre por sí solo a las creaturas y las alumbra con sus ojos, y, deslumbrándose con ellas, le pone a cada una su nombre particular. El es quien cada día vivifica todas aquellas cosas a las que en cada ayer dieron muerte los cansados ojos del hombre. El es quien cada mañana barniza de nuevo al mundo y resucita su color. El es quien resucita a cada hora, en las notas del Fratre Sole, la hermandad luminosa del Poverello de Asís. El es el hermano del agua y del lobo, de la flecha y del pájaro, del león y de la estrella, del tigre y de la flor, de Francesca de Rímini y de Bice Portinari, del fuego y de la luz. El es quien reconquista la tierra cada alba, y para él la noche se echa a dormir a sus pies. Para él discurre el aire entre las rosas y para él las nubes —palomares de las palomas del cielo— corren sus regatas con un ángel al timón.
Por él y para él vive la naturaleza toda. Para él y para su naturalidad: por él y por su naturalidad.
Porque Dios no salvó a Adán de la definitiva muerte para salvarlo de su muerte personal; lo salvó porque sabía que, naciendo padre, lo salvaría al hijo: al niño reconquistador de la Creación, al niño que cada uno de nosotros fuimos, al que nos obliga a serlo la esperanza de Dios y su perdón.
Porque Dios depositó su confianza en el niño; el mismo Dios que se hizo Niño un día para enseñarnos —en su divina lección de repaso— a ser definitivamente niños, a rescatar definitivamente, con la Jerusalén Celeste, nuestro Belén Terrenal.
Por eso nos incomoda el niño. Porque si un día fracasamos con Adán queriendo ser "como dioses", nos negamos a ser niños por el temor de ser, en alguna manera, como Dios. Porque nada nos incomoda tanto como la divinidad.
Y nada está tan cerca de la divinidad como la niñez: como la niñez, que es la humanidad recién salida de la divinidad.

Tomado de:

FERRO, Jorge – ALLEGRI, Eduardo. IGNACIO ANZOATEGUI. Buenos Aires. Ediciones Culturales Argentinas, 1983.